Un ejército de romanos emergía
por detrás de un montículo. En un principio, cuando comenzaron a emerger, no
podía imaginar de qué se trataba. Sus penachos rojos resultaban a la vista como
un campo de flores crecientes con extraños tallos metálicos.
Poco a poco, vi crecer la imagen
de arriba hacia abajo, el casco quedaba ya al descubierto infundiendo el mayor
de los respetos, un respeto creciente a medida que crecía la imagen y dejaba
ver cada vez mejor las partes componentes de su marcial uniforme. Jamás pensé
que un hombre con “faldita” podría infundir tantísimo respeto y tantísimo
temor.
Antes de que la imagen se
completara hasta dejar ver los pies, eché a correr hacia uno de los lados
despejados del campo en el que me encontraba. Corría sin dejar de mirar hacia
mi derecha.
El sonido de los pasos del
ejército romano se hacía ensordecedor, su desfile a paso ligero golpeaba el
suelo multiplicando así la sensación de numerosidad grupal que dejaba sin
saliva mi garganta.
No lo había advertido antes,
pero a mi izquierda, oí como un eco multiplicado de sonidos, que hizo girar mi cabeza. Entonces pude contemplar
espeluznado un grupo tremendamente mosqueado de bárbaros acercándose a la
carrera.
Golpeaban sus escudos con la rudimentaria
espada. Sus pies se cubrían con pieles de lobo y en sus espaldas, lucían alas
arrebatadas a horribles y enormes buitres negros. Sus vestidos no lucían
idénticos ni trabajados como los romanos pero sí imprimían en ellos el dolor y
el miedo que transmitían sus pasos.
El que sería su líder, montaba
un caballo blanco y en su mano, a modo de estandarte, una pica con una cabeza romana
teñía de rojo la mano que sostenía la lanza.
Aún permanecían lejos, los unos
de los otros, pero el hedor cabalgaba a mayor velocidad que la furia, los pasos
ligeros y la maldad que desprendían ambos ejércitos. El hedor estaba compuesto
por los cientos de cuerpos sin lavar, por las cabezas en descomposición, por las
horribles y asquerosas alas de buitre negro, por la falta de letrinas, por las
feromonas y la adrenalina que brotaban a raudales de aquellos fornidos cuerpos,
de jóvenes luchadores dispuestos a morir matando.
Muy cerca de mi posición, una
piedra enorme cayó aproximándose a la avanzadilla de bárbaros que quedaban
ya casi a tiro de los romanos.
Mi posición semi oculta detrás
de unas cuantas hierbas altas, estaba a punto de ser invadida por los
contrincantes bárbaros, así que me vi en la necesidad de abandonarla a toda
velocidad, hasta alcanzar una pequeña elevación del terreno tras la que me
escondí y desde la que percibía una más nítida imagen.
El primer encuentro de
contrincantes, cercenó brazos, piernas, cabezas y descorazonó a cientos de
guerreros. La técnica y estrategia romana no era esta vez ventaja, ante la kamikaze
lucha a muerte del ejército bárbaro.
Todos… menos uno, que saltó a
guarecerse de la guerra sobre mí. Apareció de la nada, le aparté de un empujón
y eché a correr otra vez en dirección hacia mi máquina del tiempo.
Mientras la ponía en marcha y la
programaba, el bárbaro alcanzó la nave sin puerta y con un único asiento donde
ambos viajamos de vuelta, sirviendo yo de mullido cojín para aquél pestilente ser
alado que veía llenarse de vómitos sin comprender su procedencia. Mi halo de
invisibilidad, me salvaba la vida, pero no salvaba mi estómago ni mi olfato.
Solo me quedó rezar por una pronta arribada y poder borrar de la memoria algún
día aquella pestilencia y aquel recuerdo de muerte bárbaro-romana.
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