La mañana
resultó mucho peor de lo que había imaginado, su esposa se quedó dormida y no
le preparó el desayuno. Él mismo hubo de calentar el café, introducir la
rebanada de pan en la tostadora, y hasta untarse la mantequilla, que por
cierto, estaba helada y ni el calor de la tostada era capaz de derretirla y
hacerla resbalar dulcemente sobre el pan, como a él le gustaba.
¿Pero cómo
hacía María estas cosas para que le saliesen perfectas?
El café ardía en el vaso.
Víctor, se
encaminó hacia la puerta y la abrió con la esperanza de que hubiese llegado el
periódico y poder echarle una ojeada antes de salir hacia el trabajo, mientras
se tomaba el café.
Estaba de
suerte, al menos eso sí salía bien.
El periódico estaba en el buzón, enrollado
como siempre.
De camino hacia la mesa de la cocina lo desenvolvió y sacudió a
la vez que lo envolvía hacia el lado contrario para que una vez estirado
quedase liso y perfecto.
Al sentarse a la mesa
distraído, el periódico empujó al vaso del café que se derramó
rápidamente sobre el papel y sobre la mesa. Unas cuantas gotas de café cayeron
sobre su pantalón quemándose en salva sea la parte.
— ¡Mier!….
Retuvo el
grito por la mitad.
María se
levantó asustada.
— ¿Qué te ha
pasado cariño?
— ¡Me quemé!
Dijo el señor
señalando la parte quemada de su cuerpo.
— ¡Se me cayó el
café!
— No pasa nada,
cariño, yo te pondré otro ahora mismo.
— ¡Déjalo! No
importa, no me dará tiempo.
— ¡Te lo
calentaré un poquito y lo tomarás enseguida!
— ¡No tengo
tiempo! He de irme ya.
Salió a toda
prisa de la casa, camino del trabajo, sin soltar el periódico, al que no dejaba
de sacudir para hacerle abandonar el mayor número de partículas de café, al mismo
tiempo que se limpiaba las ardientes gotas del pantalón.
Su viaje en el
coche, se hizo bastante accidentado. Nada más salir del aparcamiento, otro
coche vecino hubo de frenar en seco para no recibir un golpe contra el coche de
Víctor. Al llegar a la rotonda, él fue quien hubo de frenar en seco, para no rozarse con
el vehículo que giraba hacia su carril justo por delante de su auto.
Víctor se
contuvo, aunque tenía verdaderos deseos de cantarles las cuarenta a todos, y
darse el gustazo de enviarles bien lejos...
Arturo, su
jefe le esperaba apoyado en la mesa de su despacho, mirando hacia la puerta,
donde en ese instante se dibujó su imagen, asustada por la presencia del
superior.
— ¡Don Víctor!
¿Ha enviado usted la carta del pedido correspondiente al mes en curso?
— ¡Sí! Creo que
sí, señor director.
— ¿Lo cree usted
o la ha enviado?
— Yo… Yo…
Contestó sin
poder articular palabra.
Dos horas
después… Terminado ya el pedido, y la carta reclamada por su jefe, Víctor entró a
un chat de literatura, donde solía leer y comentar.
Leyó un
poemita sencillo e infantil publicado en un blog, dejando como comentario lo
siguiente:
“¡Pésima poesía! Falta de talento”
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