Podía
ver con toda claridad la bóveda de un bello bosque justo sobre mi cuerpo. Estaba
aterida, y sentía mis propias lágrimas congeladas, impidiéndome abrir los ojos
en su totalidad.
Había oído
perros ladrar, cuando todo estaba oscuro y la noche era capaz de rodear la
inmensidad del globo terráqueo.
Intenté
recordar, más no pude.
¿Qué
hago aquí?
¿Por
qué este barullo de gente en lo que parece ser un lugar solitario?
Me
sentía amoratada, congelada.
¡Helada!
¿Por
qué sentía el aire de hielo en la profundidad de mis muslos?
Entonces
lo recordé todo…
Sí,
todo, pero ya era tarde…
Demasiado
tarde…
Oí el
ruido de una cremallera cerrarse y regresó la oscuridad de la noche, pero esta vez sin ladridos de perros.
Alguien
habló cerca de mí.
Una voz
conocida.
—¡Sí,
es ella!—
—¡Es
ella!—
—¡Mariela!—
—¡Mariela,
no me dejes, Mariela!—
Sollozaba,
lloraba como un niño perdido, inocente y pequeño.
Lloraba,
era capaz de llorar por mí...
Él, que
me había dado muerte…
La rabia,
el desconsuelo, la decepción, y el calor que sentí metida en aquella bolsa para
cadáveres, me hizo reaccionar.
Respiré,
noté como el aire entraba en mis pulmones y los ensanchaba presuroso, con ganas
de oxigenar mi corazón, mi sangre y mi cerebro. Lo sentí penetrar y noté
recorrer la sangre caliente por mi cuerpo tumefacto.
¡No
podía moverme!
No podía, pero la ira, y el pánico, se unieron para proveer a mi garganta
del más horrible de los sonidos que jamás habían salido de mi boca.
Volví a
escuchar la cremallera, con un sonido que se producía a la inversa del anterior.
Alguien
levantó mi cabeza en el momento justo en que él corría en dirección contraria a la que mantenía la posición de mi cuerpo.
Huía dando alaridos, poseído por el pavor y la locura.
Mientras yo, ahora gozaba de la luz que se filtraba entre las cúpulas de unos árboles cubiertos por hojas que viajaban desde el color verde hasta alcanzar toda variedad de ocres.
Recibí con cariño el respirador, la camilla, y lo que es más importante:
Una fotografía de la gran fotógrafa, Leonor Montañés Beltrán.