- Tenemos todo el tiempo del mundo.
Explicaba
Luis como tantas otras veces.
- Todo el tiempo del mundo, querida mía, no sufras porque me tienes aquí
y aquí estaré para siempre.
- ¿Para siempre?
Repetía
ella deseando creer.
- Para siempre. Sí. Para siempre.
Se
ratificaba Luis tremendamente convencido de que lo que decía era la única
verdad.
- El tiempo es nuestro pequeña.
- Todo nuestro.
- Lo único que realmente nos pertenece es el tiempo.
Dijo estas
palabras con sumo cariño, acariciando su cabeza y peinando su pelo enterrando
en él sus manos, un pelo que ahora se veía alborotado y un poco sucio por la
estancia prolongada en aquella cama de aquél hospital.
Él,
sostenía su cabeza sentado sobre la cama y de espaldas a la puerta de la pequeña habitación.
Ella le
vio llegar de lejos, por el espacio abierto entre la puerta y el marco de ésta que
dejaba al descubierto el pasillo.
- ¡Escóndete papá!
- ¡Ten cuidado que llega!….
Luis se
irguió de un salto, sin saber dónde meterse.
En el
marco de la puerta apareció Adela con cara de malos amigos y unos papeles en la
mano.
- ¡Aquí están los papeles!
- ¡La orden de alejamiento!
- ¡La orden de alejamiento!
- ¡Ahí los tienes!
Luis
miró incrédulo aquellos papeles firmados por un juez que alejaban de él al
mayor de sus tesoros.
Unió su pena a la tristeza de la enfermedad que amenazaba
alejarla de él para siempre.
Cayó al
suelo.
Sólo le quedó llorar.
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