Delante de mí, en el tren de cercanías
que todos, y cada uno de los días he de coger para ir al trabajo, iba un hombre
cuyo semblante, se veía invadido por una
inmensa tristeza.
Por un rato, me quedé observándolo, y
como de golpe, llegó hasta mí gran parte de aquella pena que parecía invadirle,
así que no pude controlarme más, y tuve que preguntarle sobre un ajado
ramillete de pequeñas flores, que llevaba prendido a un jersey de un tono gris
claro.
—Buenas tardes; —le dije —¿Va usted a
una boda?
—¿Me haces esa pregunta, por este
prendido: verdad?—Contestó.
Moví mi cabeza, sin saber muy bien
qué contestarle, ya que sus ropas eran pobres, ajadas y tal vez estuviesen un
poco más sobadas, de lo que viene siendo normal.
“No, que va, mujer, esto es por un
recuerdo. Una vez lo lucí en una boda; `la mía´ Ella era una mujer maravillosa”
Se le llenaron los ojos de lágrimas,
aunque le vi el esfuerzo por no echarse a llorar. La cara se le convulsionó y
parecía que la tristeza crecía en su interior a pasos agigantados.
No me quedó más remedio que pedirle
perdón.
—Perdone usted, No pretendía entristecerle.
—No es tu culpa, pequeña, son los
recuerdos que vienen a mí y no puedo soportarlo… ¿A ti, quizá tan joven, te
será difícil pensar en un amor que te haya destrozado el alma?
Quise protestar, me había llamado
pequeña, y además me hablaba de sufrir por amor… Qué poco me conocía… —Pensé para
mí, pero no dije nada, debía dejarle hablar a él. Únicamente dije:
—Vaya; lo siento mucho.
—Como te he dicho, ella era una mujer
fantástica; maravillosa en todos los sentidos de la vida… Nos conocíamos desde
muy pequeños, fuimos juntos a la guardería, después al colegio, y al hacernos
mayores, nos amábamos como solo pueden amar los locos, ya que nuestro amor
traspasaba la cordura, lo conveniente, lo palpable…
—¿Ella le amaba a usted?
—¡Con la misma intensidad que yo a
ella! Habíamos nacido el uno para el otro, y habíamos tenido la inmensa suerte
de coincidir desde muy niños…
—Pues,,, No lo entiendo…
—¿Qué no entiendes, hija mía?
—Por qué dice usted que le ha hecho
sufrir su amor…
—No, no fue por su culpa. Nos hicimos
mayores, y sólo pensábamos en casarnos para poder estar juntos: unidos, pegados el uno al otro, cono "inseparables".
Pero la vida vino para ponernos trabas. Ella comenzó a sentirse mal, en un principio le daban mareos… Fue horrible. Horrible.
La vi como se iba poco a poco, pero de prisa… Demasiada
prisa… —Al llegar a este punto de su relato, lloró con absoluta pena.
—Lo siento. —dije sin saber qué
decirle a aquel hombre deshecho en llanto —¿Hace mucho tiempo de eso? —Le
pregunté, sin saber qué otra cosa podía preguntar sin causar más dolor.
El hombre movió la cabeza en modo
afirmativo. Y, Al poco volvió a hablar.
—Nos casamos en el hospital, las
monjitas le hicieron unas florecillas que le pusieron en al pelo. Estaba
bellísima; aunque ella decía que no, que no podía estar guapa, porque la enfermedad, le hacía mala cara, pero ese día no. Ese día estaba muy hermosa, tenía la cara iluminada por
la esperanza y la alegría, y fuimos la pareja más feliz del Universo. ¿Qué si la amaba? Más
que al sol, y que a del la luz que desprende al medio día, más que a ninguna riqueza de este, o de
otro mundo… La amaba, sí, la amaba como jamás podré amar a nada ni a nadie en
toda mi vida.
Pero la enfermedad estaba allí para deshacerlo todo.
A los pocos días Dios me la arrebató para siempre. Ahora, solo espero el momento de que me toque a mí, que Dios me lleve junto a ella. Sé que seremos felices, allá donde quiera que nos encontremos.
Yo, me confeccioné con las flores de su pelo este pequeño ramillete, que llevo siempre prendido en mi ropa, que me acerca a ella, me hace sentir que la tengo aquí, muy cerca.
¡Oh, Dios mío, es que no sabías cuanto la amaba!
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