Polonia
Albert, recordaba con todos sus pelos
y cada una de sus señales, su viaje en tren hacia el campo de concentración de
Chelmno en su Polonia natal.
Lo que se asomaba a su pensamiento,
con mayor nitidez era aquella horrible sed sufrida, y el desagradable hedor que desprendían los cubos (llenos
a rebosar) de heces, y la desagradable incomodidad de no disponer de un pequeño espacio, en
dónde poder sentarse, aunque fuera un
mísero segundo, y poder descansar.
A sus diez años, no era capaz de comprenderlo todo, y solo se le ocurría como protesta, ponerse a llorar.
Lloraba el niño del cansancio sufrido, y de todas, aquellas privaciones impuestas en tan corto espacio de tiempo.
A él, que en su corta vida, nunca le había faltado en de nada.
Su padre era, o, mejor dicho, había sido un buen joyero. Aunque ahora, le expropiaron el taller de joyería, junto con la tienda, y todo su contenido. Las pocas joyas que pudieron salvar, se las habían tragado junto con migas de pan.
A su llegada al campo de concentración que les había sido asignado, le llenó de esperanza la casa enorme que lo presidía, y aún más hizo crecer su esperanza, cuando les obligaron a dirigirse a una de sus habitaciones del piso bajo, en donde les obligaron a desnudarse para darse un buen baño.
¡Oh, Señor, cuanto le apetecía un baño; cuánto!
El olor a podredumbre que impregnaba el tren se había quedado a residir en su
nariz, y amenazaba con asenterse en su apéndice nasal y quedarse a
residir en ella haciendo acopio de toda su paciencia. Además, aseguraba estar dispuesto a beberse toda el
agua que cupiese en el interior de cualquier bañera.
Poco tiempo después, (ya desnudos) les hicieron bajar por
una escalera. Subieron después una rampa, y se encontraron en el interior de un camión, del que al poco cerraron sus puertas, (Al niño le pareció como si lo hubiesen sellado). Se sintió mareado, y su madre, que hasta entonces trataba de cubrir su desnudez con sus brazos y manos, ya que con un
brazo trataba se tapar los pechos, mientras que llevaba la otra mano frente a su
vello púbico... Aquello le recordó el viaje en tren de hacía pocas horas, por el hacinamiento. Su madre en cuanto se dio cuenta de lo que ocurría, dejó al aire sus vergüenzas para intentar proteger a su hijo, aún sin disponer de nada más que sus brazos para hacerlo..
Hacía mucho frío para estar a la intemperie desnudos y ya había
anochecido, la densidad de gente en el interior del camión era muy similar a
la de los trenes, y tampoco aquí, se podrían sentar ni un pequeño instante.
Cuando el camión se puso en marcha, el pánico penetró en el reducto, llegando como por sorpresa que le llenó de inmensos gritos de pavor. Poco después, la gente se iba desvaneciendo, pero la mamá del pequeño Albert, puso su mano sobre la boca y la nariz del niño, a modo de filtro, lo que consiguió que una vez abierto el camión homicida, el pequeño Albert se hallase aún con vida, aunque ligeramente desvanecido.
Recordaba que tenía ganas de toser, muchas ganas, pero como pudo, pegó la cara al suelo, y con gran esfuerzo evitó la tos, intentando pasar desapercibido.
A su lado, un hombre vivo aún, fue
disparado en la cabeza y la bala le pasó al niño rozando, pero no movió ni un solo músculo.
Muchos de los fallecidos, habían vaciado sus vientres, y otra vez el hedor acompaño al pequeño, quien disimuló ser uno más de aquellos pobres infelices yacentes en el suelo.
Unos minutos después, mientras que
los nazis y sus capos se deshacían de los cuerpos, Albert echó a correr y no
paró hasta sentirse a salvo, cogió unas ropas en un tendedero, y consiguió
pasar desapercibido en medio de los escasos polacos, que aún caminaban en
libertad.
Tenía para sobrevivir, aquellas joyas
que papá y mamá le hicieron tragar junto con la miga de pan.
El niño había sobrevivido, y
procuraría continuar con su suerte, hasta que llegado el final de aquella guerra de guerras, llevar al mundo la palabra de la ignominia allí ocurrida.