En un pequeño pueblo rodeado de colinas verdes y cielos siempre azules, vivía una niña llamada Marila. Tenía el cabello rizado como las nubes de algodón y unos ojos tan brillantes como las estrellas que salían en las noches de verano. Marila era curiosa, valiente y siempre encontraba aventuras donde otros solo veían rutina.
Su mejor amiga era Mercedes, una niña un poco más alta, con trenzas largas y una risa que contagiaba a todo el que la escuchara. Mercedes era paciente, imaginativa y tenía un cuaderno donde dibujaba todo lo que soñaba.
Un día, mientras caminaban por el bosque que se extendía detrás del pueblo, encontraron una pequeña puerta de madera en la base de un roble. No tenía pomo, ni cerradura, solo un grabado que decía:
“Solo se abre con amistad verdadera.”
Marila miró a Mercedes. Mercedes le devolvió la mirada.
—¿Y si tocamos juntas? —sugirió Mercedes.
Tomadas de la mano, empujaron la puerta con suavidad. Para su sorpresa, esta se abrió sin hacer ruido, revelando un sendero iluminado por luciérnagas. Sin dudarlo, entraron.
Del otro lado, encontraron un mundo diferente: árboles con hojas de cristal, ríos de jugo de frambuesa, y animales que hablaban con voz suave. Allí conocieron a un zorro poeta, una rana que enseñaba a cantar, y un búho que coleccionaba recuerdos felices.
Pasaron el día explorando, riendo y aprendiendo. Antes de marcharse, el zorro les dio un pequeño amuleto en forma de corazón dividido en dos mitades.
—Siempre que estén juntas —dijo—, podrán regresar.
Lila y Mercedes se miraron. Sabían que su amistad era mágica, que juntas podían encontrar puertas secretas y crear mundos nuevos.
Desde aquel día, cada vez que querían escapar del mundo común, tomaban las mitades del corazón, las unían... y la puerta volvía a aparecer.
Porque cuando la amistad es verdadera, siempre hay un camino hacia lo extraordinario.