Las pinzas en el tendedero contenían telarañas y
estaban oscurecidas por el tiempo de no ser usadas. Este hecho, detonó en mí
una alarma interna que hizo saltar a mi corazón dentro del pecho.
Mi paso, hasta entonces lento se fue convirtiendo en
una carrera. Solté las maletas que quedaron tendidas al sol, como sustitutas
yacentes de la ropa que deberían prender aquellas pinzas.
La puerta de la casa se hallaba abierta y el porche
vacío.
Mi corazón volvió a acelerarse cogiendo un ritmo
infernal que hizo subir mi temperatura, llenando de sudor las palmas de mis
manos, al mismo tiempo, noté como un escalofrío subía por mi columna, hasta
alcanzar la base del cuello…
Apenas podía ya caminar…
Apenas podía ya caminar…
¿Dónde estaban mis padres?
¿Por qué no me esperaban fuera de la casa como
siempre?
—
¿Eres
tú hijo?
La voz de mi madre produjo en mí un ligero alivio.
—
¡Entra,
Cariño que estamos en el salón!
La imagen que percibieron mis ojos, lo expresaba
todo con mayor claridad que ninguna
explicación.
Mamá estaba frente a un ordenador portátil, cuya
pantalla describía un bordado de punto de cruz paso a paso.
Papá intentaba encajar unas piezas que caían cual lenta
lluvia en un prado e intentaban bajar del modo exacto para ser acogidas por
otras piezas que desde el suelo, esperaban un paternal y encajado abrazo.
—
¡Hola!
Dije tímidamente y en voz baja para no interrumpir
nada.
Ya, con mi sobresalto había más que suficiente.
A lo lejos, en la terraza de la cocina, el ruido centrífugo
de una secadora, disipó mis dudas sobre el tendedero vacío y absorbido por
nidos de araña.
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