En la profundidad del invierno, finalmente
aprendí que dentro de mí yace un verano invencible. Esta reflexión se introdujo
en mi mente la noche más fría del más frío enero que jamás hubiera conocido.
Me hallaba sola en la casa del pueblo, hacía
ya más de dos meses que no pasábamos allí un fin de semana, desde que terminó el
buen tiempo a finales de septiembre. Este fin de semana, yo no deseaba ir, pero
al final me dejé convencer.
Andrés y los niños habían ido al pueblo a por
los víveres necesarios. Solemos traerlos desde la ciudad donde hay de todo,
pero esta vez veníamos a tope con el coche lleno de trastos, ya se sabe que
cuando se viaja con niños… Además, queríamos intentar esquiar porque a estas
fechas siempre hay algo de nieve. La casa está justo en la ladera de la montaña
y nada más llegar, pensé qué suerte tener un nevero tan cerca, justo sobre la
casa.
Hacía poco más de una hora que me había
quedado sola en casa cuando ocurrió todo.
Un horrible ruido parecido a truenos
encadenados producidos aquí mismo sobre el techo de la casa, sonó a la
vez que una especie de terrible terremoto removió los cimientos, el tejado y
todas las paredes. Recordé aquellos pequeños cursillos de supervivencia en los
que apenas prestábamos atención por la inconsciencia de nuestros años jóvenes y
porque pensábamos entonces que sería muy improbable vernos en una situación
extrema de tal naturaleza que nos llevase a hacer uso de aquellas enseñanzas.
Corrí a refugiarme bajo el marco de la puerta
más cercana, fueron unos segundos o quizá algo más, perdí un poco la noción de
todo a causa del miedo. Tenía ganas de orinar y terminé mojada, acurrucada y
arrastrándome bajo una mesa.
No estaba segura de qué había ocurrido, hasta
que miré por la ventana de la parte delantera de la casa y no pude ver
absolutamente nada.
Me costó un rato entender que estaba allí
atrapada bajo una avalancha.
Recorrí todas las ventanas, una por una. La
de la parte de atrás habían estallado los cristales y la nieve penetraba en la
casa hasta el centro de la cocina. Las ventanas que permanecían enteras,
crujían haciendo unos ruidos capaces de producir en mí un pánico indescriptible.
Enseguida pensé en mis hijos, en mi marido,
en lo afortunados que habían sido de no vivir aquella infernal pesadilla y por
ello di gracias a Dios.
Los crujidos de ventanas me impedían todo
pensamiento positivo, pero aun así… Intenté mantenerme lo más esperanzada
posible.
Tomé una pala e intenté despejar de nieve la
cocina, pero cada palada que retiraba servía de ventaja a la nieve para
colarse mejor en mi cocina.
Desistí y decidí que ya estaba muerta o me
quedaría poco. Cada vez que me sobrevenían estos pensamientos, volvía a dar
gracias por mis hijos y por mi esposo, en lo feliz que debía estar por ellos,
pensaba en lo terrible que podría haber sido tenerles conmigo en esta aterradora situación.
Decidí entonces que debía vivir, mantenerme
fuerte, resistir a la adversidad de la forma más positiva posible. Entré en
la habitación principal y cogí las mantas de la cama, me envolví en ellas
tomando como fortín el cuarto trastero sito en medio del pasillo.
Allí me encontró tres días más tarde el equipo
de salvamento después de que hubieran estallado todas las ventanas y ahora sé
que estoy a salvo gracias a mi pensamiento positivo, y al amor de mi esposo y de mis preciosos niños. Os amo.
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