prostituyen y ensucian las relaciones amorosas. Es un análisis minucioso, agudo y profundo de la relación íntima del amor con el bienestar humano.
A lo largo de la narración en la que Juan, que es un hombre ingenuo, bueno y cariñoso, está dotado de una elevada habilidad para identificar y para explicar las resonancias íntimas de sus experiencias cotidianas, de las sensaciones, de las emociones y de los sentimientos que le producen las frustraciones y los éxito de sus generosas entregas amorosas y las felices consecuencias de unas vacaciones desafortunadas.
La manera “emotiva” de describir un paisaje invernal en medio del
más sofocante estío, arranca de manera irreprimible su entusiasta
exclamación:
“¡Que bellas son las cosas cuando están alejadas de la destructiva
mano del hombre!...
¡Qué inmensamente bellas!... (24)
Y es que, efectivamente, los propósitos y las expectativas de Juan
son tan ilusionantes que, conforme se acerca a ese pueblo que la publicidad le ha pintado como un paraíso, experimenta una extraña emoción, que somatiza en una “sensación” que comienza a pervivir como un “hormigueo en sus pies, que horripila sus brazos, y que se adentra en su garganta en forma de ahogo como de llanto retenido; para terminar humedeciendo sus ojos, que llega a desbordarse incapaces de contener la inmensa emoción que les cautiva” (24).
Sus sensaciones y su sentimientos negativos también están
estrictamente matizadas cuando describe la desilusión que experimenta tras comprobar las deficiencias del lugar elegido para sus vacaciones de agosto y que le proporciona “una horrible muerte lenta, cercada por el silencio destructivo, aburrido `mortal´” (27).
El silencio es aquí -afirma- el rey…
Un silencio que Juan explica mediante una expresivas imágenes: Ese silente sigilo se hace denso, cortante, y se extiende como bruma en un día nublado; caminando de calle en calle hasta cubrirlas todas y por entero de callado rumor de silencio, oscuro, espeso, tupido y aburrido como la misma muerte (48).
Y es que, siguiendo a lo largo de todo el relato un expresivo juego de paradojas –otro de los recursos más usado en la novela-, dibuja con idéntica nitidez las impresiones que le causan los ruidos de las carcajadas que “irrumpen en la oscuridad de la noche cortándola y traspasando el silencio que la envuelve. Taladran paredes hasta clavarse en lo más profundo de sus oídos como estiletes lanzados por oscuros ninjas camuflados por sus trajes negros en el vacío sepulcral de la noche, que consiguen mantener sus ojos
abiertos de par en par como si fuesen los de un pez, carentes de párpados y pestañas. Redondos y sobresalientes, a los que fuese imposible cerrar (36).
O, por ejemplo, el retrato que dibuja de Pepe -que posee una tienda-
bar-comercio-carnicería-pescadería-mercería-ferretería en la que hay de todo y en la que él es el confesor oficial- el psicólogo y el médico del pueblo de la Olla. Un hombre de pueblo, que lleva al pueblo “en su apariencia exterior” y “dentro de sí”. De los que el pueblo ha penetrado en sus entrañas y ha instalado dentro de su alma las raíces” (46).
En contraste con ese denso silencio, reina también a otras horas los
ruidos antes desconocidos:
“le viene dada como por añadidura a la inquietante quietud de
silencio, la insólita virtud de multiplicar por mil los propios ruidos
corporales, del palpito de sus sienes, de la entrada y salida del aire en el interior de sus propios pulmones, de los latidos cardíacos, o sus insólitos borborigmos que hasta ahora, tras sus treinta y tantos años, desconocía de su existencia.
Por eso afirma: ¡Ven a mi casa rural para descubrir que no eres más
que una sucesión de ruidos continuos tirados sobre una cama…etc.
… Resulta gracioso darte cuenta de que en realidad no eres más que
una sucesión de diversos ruidos en diversas tonalidades de sonido, y que jamás en treinta y cinco años te habías dado cuenta (49).
Y el otro causante del malestar:
¡Amanda!
Esa sucesión de letras, ese simple nombre le duele, le hace daño, le
desgarra el alma por dentro, aplastándole el corazón y arañándole las entrañas...
Mi Amanda, la que en otro tiempo me podría hacer morir de amor, se ha convertido en mi dolor, mi mentira, mi desamor… ¡Mi desesperación!
¡Mi maldición y mi desgracia!
“ARMANDA”, LA LLAMA SU MADRE… y qué razón tenía…
¡AR – MANDA! (67 – 68)
Amanda lo llenaba todo con su nombre en su minúscula vida (70).
“Cuanto más la amaba, cuanto más crecía en mí la admiración hacia ella, más se enterraba, más bajo aún que sima abisal, mi imagen. Mi propio yo se deslizaba sin cesar en las más recónditas profundidades. En la profundidad mayor que pueda hallarse entre las fosas de las Marianas” (72).
A partir de entonces, y para ella, había dejado de llamarme Juan.
Había dejado de tener nombre, me había convertido para Amanda en “Piltrafa”.
Ni siquiera era: Juan Piltrafa.
Era únicamente “Piltrafa” (73).
Insensiblemente me fui convirtiendo, embutiendo en el nombre,
como si me hubiese introducido dentro de una crisálida… (73).
“Cuando la conocí, la consideré el Arca de mi felicidad, el eslabón
faltante de mi cadena de ADN. El imprescindible motor que proporcionaría latidos constantes a mi corazón, ahogado en su sangre por un simple latido del corazón de ella… (76).
… Cuando la vi a la mañana siguiente de la primera vez que
dormimos juntos, con la cara lavada, sin sus “arreglos”, continuaba siendo guapa, hasta puede que más, y era aún más bella sin maquillaje, pues es la suya una belleza pura, natural, inmaculada. Mucho más dulce y graciosa que cuando se hallaba retocada por sus pinturas y sus aderezos de “pose” o de sigilosa “guerra” (77).
El contrapunto, sin embargo, está en Zapatitos -el gato aquel que,
Juan encontró, abandonado al lado del contenedor de la basura, después de su desastre de matrimonio. Era el fiel reflejo de sí mismo, de su situación,
de su falta de amor, de su realidad de absoluto abandono. Él fue quien lo rescató con su desinteresado cariño.
Pero, sobre todo, fue Marta, la vecina jovencita quien, simplemente
utilizando los nudillos, tras comprobar que acababa de regresar de las vacaciones, llamó a su puerta generando un intenso nerviosismo que le hizo temblar las piernas y las manos, y unas intensas palpitaciones del corazón.
Y es que, esta es la conclusión:
“no se puede dejar de amar cuando uno lo desea, o cuando lo necesita…
Los sentimientos llenan el sistema límbico de nuestro cerebro a su
aire, anidan en él para acomodarse allí por el tiempo que ellos mismos
determinan y no hacen caso de lo evidente, ni suelen hacer caso alguno de la razón”.
“Pienso que la mayor parte de las veces amamos únicamente para
sufrir por amar, sin que nosotros mismos hallemos remedio para ese
horrible mal capaz de destruir el resto de nuestra vida” (80).
💖💖💖💖💖💖💖💖💖💖💖💖💖💖💖
Muchas gracias. Muchísimas gracias.