Una especie de rugido
sobresaltó al pequeño Emilio, mamá le había pedido que bajase al cuartillo de
los trastos para dejar a resguardo su bicicleta de la que ya por fin había
conseguido descartar los ruedines estabilizadores. Se sentía orgulloso y lleno
de valor. Se había convertido en un niño mayor por fin.
Es cierto, le había
costado muchas caídas, muchos sustos y raspones de rodillas y manos; eso, cuando le daba tiempo de apartarse de la bici durante la caída, la mayor parte
de las veces se caía sin más, sin apercibirse de que llegaba el suelo a
recibirle con dureza y la bicicleta se apresuraba a saludar el suelo más de lo
que podría darse prisa en caer su pequeño cuerpo, con lo que en esas ocasiones, caían
ambos casi a la vez y además del consiguiente raspón, debía aguantar el golpe
producido por el peso de su pequeño vehículo a dos ruedas.
Ya no podría pasarle más,
se había hecho mayor en un pis pas. Nunca creyó que se daría cuenta de que se
hacía mayor pero sí, había ocurrido ante sus ojos. Era mayor, ya no usaría
nunca más ruedines.
El ser mayor venía acompañado de seguridad en sí mismo, de
sentirse satisfecho, sin complejos y había ganado en valor. Podría a partir de
ahora defender a su hermano en caso de necesidad.
Entró en el cuarto
trastero contento y ufano, el rugido no le importó demasiado, al menos de
momento, desconocía su procedencia, desconocía quién osaba poner a prueba su
fortaleza de ánimo, pero estaba decidido a ser valiente y... ¿Qué era un rugido para un niño de
cinco años que ya no tenía necesidad de estabilizadores en su bicicleta?
Tras posar su bici sobre su caballete, se subió a una maleta azul oscura que se encontraba vacía y
en medio del cuarto, ojeó en forma circular girando sobre sí mismo y pudo ver
bajo una estantería unos ojos amarillos entreabiertos y brillantes.
Se le escapó de entre los
labios un grito:
—¡Mamáaaaaaaaaaa!!!!!
Mamá no estaba allí y no
pudo escucharle, así que hubo de volver a pensar en sus estabilizadores y en lo
importante que era ser mayor y valiente…
Comenzó a dudar… Más,
pensó que debía hacer algo… Echaría a correr hasta casa y no pararía hasta que
mamá le abriese la puerta.
—¡Mamá, mamá… Hay un
monstruo en el cuarto de los trastos!!!!
Comenzó a manifestar este
grito desde la primera escalera hasta la última, y al llegar a la puerta de
casa, la aporrearía con todas sus fuerzas…
—¿Pero qué te pasa
Emilio?—preguntó la vecina de abajo tras abrir la puerta alarmada por los
gritos del pequeño.
—¡Hay un monstruo en el
cuarto!!!
¡Hay un monstruo en el cuarto!!!—repetía una y otra vez Emilio. —¡Y
ya no necesito ruedines!...-- manifestó como nota aclaratoria.
La vecina se quedó un
poco pensativa y desconcertada.
Cuando llegó al piso de
arriba, su mamá abrió la puerta en el momento justo en que Emilio extendió sus
brazos para aporrear la puerta, y para que el golpe fuese oído con toda
seguridad por mamá, dejó caer todo el peso de su cuerpo en el gesto, que al hallar la puerta
abierta le hizo caer de bruces sobre el pavimento moteado en tonos crema "a
barullo", como se suelen motear las baldosas de terrazo, de esas, en las que se
pierden las cosas que se caen al suelo por puro y simple camuflaje.
Mamá ayudó a Emilio a
levantarse con sumo cariño intentando tranquilizarle y consolarle del golpe;
pero... Emilio no pensaba en que le podía doler el choque de la caída ni en nada más que en el
monstruo que rugía en el cuarto trastero.
—¡Un monstruo, mamá. Un
monstruo horrible en el cuarto!!!— gritaba Emilio con desesperación, con
intenso pánico que quedaba reflejado en los ojos extremadamente abiertos del
pequeño.
—¿Cómo que un monstruo...
Cuéntame Emilio, dime dónde has visto al monstruo?…
¿Te ha hecho daño?...
¿Quién es el monstruo?...
—Preguntaba la madre intrigada y preocupada por su niño.
Emilio no sabía
explicarse… Decía… “
¡Mamá en el cuarto…
Le vi…
Rugía…
Mamá era un monstruo…
Te
juro mamá que era un monstruo!”-- Mamá asentía con la
cabeza mirando perpleja a su chiquitín…
—¡Vamos a ver Emilio! ¿Me
puedes decir cómo era el monstruo… Me lo sabrías describir?...--
El niño responde:
—¿Mamá, describir qué es?—preguntó intrigado Emilio.
—Describir, es decir cómo son las
cosas, las personas, o los monstruos… ¿Entiendes?... Si tú encuentras una caja,
y sabes cómo son los cuadrados, puedes por ejemplo decir que la caja se parece
a un cuadrado, o a un círculo, o a un rectángulo… O si son dos cajas o es una
sola…-- explicó la mamá atenta y cariñosa.
—¡Sí, mamá! Sé qué quieres
decir…
El monstruo era... ¡Un monstruo!… Un “monstruo” que se ocultaba en la
oscuridad.
El monstruo era oscuridad...
Oscuridad, con ojos amarillos…
Ojos amarillos brillantes, mamá.--
—Pero… ¿Cómo eran los
ojos Emilio?...
—¡Ay, mamá. Amarillos!
¡No estás atenta mamá!…
¡Los ojos eran amarillos!!!
Amarillos de oscuridad…
—¡Vamos Emilio; vamos a
ver al monstruo!—contestó la mamá con decisión y valentía.
La mamá de Emilio
pensó que habían de hacer frente a la adversidad en todo momento, y si la
adversidad venía disfrazada de monstruo habrían de hacerle frente con arrojo y
valentía.
“Más vale un buen susto
un momento, que un susto para toda la vida” pensó la mamá de Emilio más en voz
queda que alzando la voz, aunque el niño la escuchó con toda claridad y
enseguida pensó que seguramente su mamá tampoco usaba ruedines estabilizadores
en su bicicleta.
Las vecinas que habían
salido a la escalera para ver qué ocurría en el piso de arriba y a Emilio que
era un niño bueno, dulce y cariñoso además de charlatán que solía embobar a
todo el vecindario con sus historias de submarinos, de barcos, de aviones y
demás vehículos movidos a motor, se arremolinaban alrededor del pequeño y su
madre haciéndole preguntas tales como: “
¿Qué cara tenía el monstruo?
¿Estaba el
monstruo en el cuarto trastero?
¿Cuántas patas tenía el monstruo?
¿Daba miedo
el monstruo Emilio?”
Emilio sólo contestó que
sí a esta última pregunta asintiendo con la cabeza y con los ojos muy abiertos
como si en ese instante recordase el susto de hacía unos pocos instantes…
La mamá de Emilio abrió
la puerta del cuarto trastero sigilosa, pidiendo a su pequeño que se quedase
tras la puerta donde no pudiese correr ningún peligro.
Preguntó con un gesto al
niño dónde se hallaba escondida "la oscuridad con ojos" y el niño respondió
señalando bajo el primer estante de la repisa que sostenía varios libros y
cajas polvorientas.
La mamá bajó la cabeza agachándose
hasta ponerla a la altura de la “oscuridad de ojos amarillos”…
En ese mismo instante la
oscuridad soltó un bufido que a Emilio pareció grande, pero que en realidad era
un bufido pequeño.
El niño vio con verdadero espanto cómo su mamá alargaba los
brazos introduciéndolos en el improvisado cubil del monstruo perdiéndose sus
manos y antebrazos en la negrura absoluta….
—¡MamAAAAAaaaaaaa!!!-- Gritó Emilio a la vez que abría muchísimo la boca, los ojos se le desorbitaban
y dejaban caer del mismo modo que lo hacen las cataratas, lágrimas saladas que
se dejaban perder micro segundos después en el interior de su boca y eran absorbidas por su lengua.
MamAAAAAaaaaaaa!!!-- Volvió
a gritar repitiendo el gesto de terror, la catarata y la recogida de lágrimas
al amparo de su lengua.
Mamá no contestó,
continuaba entregando los brazos a la oscuridad moviéndolos de un lado a otro
del hueco que dejaba la estantería entre su primer estante y el suelo.
Poco después, tras unos
cuantos intentos fallidos, mamá retiró los brazos y como si se tratase de
magia, apareció entre sus manos un trozo negro de oscuridad peluda de ojos
brillantes y amarillos.
—¡Mira Emilio, qué
maravilla!!!—Emilio no podía ver nada, había cerrado los ojos por el miedo de
que su mamá perdiese ante el monstruo sus manos que él tanto quería y necesitaba
para recibir el cariño, el amor de su mamá cada mañana cuando le despertaba con
un abrazo y un beso, y cada noche cuando le deseaba buenas noches y le arropaba
con extrema dulzura.
El ¡Ohhhhh!!! De las
vecinas que permanecían como escolta en la escalera y en la puerta del cuarto
trastero intrigó al niño que apartó las manos de delante de sus ojos y por fin
vio…
—¡Oh, mamá!... ¡Dime que
le adoptaremos!...
Emilio se acercó sin una
pizca de miedo, no podía dar miedo a nadie… “Oscuridad” “que así le bautizaron
desde ese mismo instante" era un gatito negro, desprotegido y abandonado que se
había refugiado en el cuarto trastero al amparo de la oquedad que le brindaba
la estantería.
—Oscuridad, escucha:
Nunca más estarás solo, ni tendrás necesidad de rugir o de bufar, porque yo
estaré ahí para velar por ti y defenderte; jamás te abandonaré.
¡Te lo prometo!
Sabré defenderte ahora que soy mayor y ya no he de usar ruedines.
Una ovación acompañó al
pequeño Emilio mientras subía las escaleras hacia su piso con el peludo chiquitín
entre sus manos, protegiéndole, cuidando de no apretarle o causarle daño.
—Mamá, qué bonito es
Oscuridad. Seguro que le gustará que le cuide, seguro que va a estar muy
contento en casa…
¿A que sí mamá?
—¡Claro que sí, cariño.
El gatito estará muy feliz con mi pequeñín!...
—¡Eh, mamá, que ya soy
mayor, que ya no uso ruedines!...
Poco sabía Oscuridad de ser mayor, de valor o de ruedines, se acurrucó en las manos de su salvador y sintió que por fin alguien le quería. Enseguida entendió la promesa hecha por Emilio. Sabía que a partir de ese mismo instante, sería feliz para siempre.
"Fin"
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