Se le antojó claustrofóbica, una
cabina de escasas dimensiones pintada en estéril blanco. Al poco, tuvo la
sensación de ser confundida con un acerico. Sin saber por qué, recordó a su
abuela y como clavaba y desclavaba alfileres y agujas mientras hilvanaba
prendas para probar a las clientas o para que sirviesen como guía sin pérdida a
la máquina de coser.
Le intrigaba el especial sentido
de profundidad de clavado que poseía su yaya para no taladrarse la muñeca ni
una única vez, ni se perforaba jamás el pecho, cuando hincaba en él
indiscriminadamente agujas o alfileres sin en apariencia,tocar piel… ¿Es
que acaso llevaba un acerico oculto bajo su sujetador. O le importaban tan poco
sus pechos como para atiborrarlos a pinchazos? Nunca halló respuesta para esa
incesante pregunta que jamás se había atrevido a formular.
Se le ocurrió pensar en las
posibles consecuencias funestas que podría tener esa costumbre si su
abuela fuese una mujer de hoy, y pudo visualizar en su mente, sin problemas,
unos implantes de silicona chorreando relleno a través de la piel que hasta
entonces, había sido capaz de ocultarlos bajo el músculo pectoral.
Un estremecimiento repulsivo la
hizo conmover mientras se sometía al tratamiento de acupuntura que le aliviaría
de rigidez y dolores y... como revulsivo, intentó leer un pequeño relato que
formaba parte del total en un libro de relatos; cuando recibió la advertencia
de Fernando, el acupuntor:
— No es conveniente mantener los
ojos abiertos—
Cerró los ojos, y al poco, perdió
la conciencia del lugar, del encierro y de la picazón que le producían las
agujas clavadas en su cuerpo.
Intentó abrir un ojo para mirar el
reloj, pero la luz se había apagado, no se escuchaba ruido alguno y se quedó
quieta…
Quince días después…
Fernando que regresaba de su viaje
a Londres caminaba hacia su consulta. Habían sido unas vacaciones perfectas.
Londres le premió con su clima singular… Desde siempre había deseado conocer la
famosa niebla más espesa que un puré de guisantes, que tantas veces había leído
en libros detectivescos, o escuchado decir en películas del mismo género...
Ahora conocía exactamente cómo era una "niebla puré de
guisantes" que tanto le había costado visualizar en su imaginación…
Se sentía reconfortado, le había
abandonado el estrés…
Cerca de su consulta, descubrió un
cartel pegado a una columna que soportaba una farola…
¿No era aquella su paciente?...
Un cartel reclamaba la presencia de
una mujer joven que él recordó…
La mirada se nubló a su alrededor…
El suelo se le acercaba, la calle parecía moverse…
En el portal de su consulta
existía un hedor imposible de soportar. Enseguida pensó en la gambas que habían disfrutado la última mañana de consulta como aperitivo a las doce del mediodía. Estaba seguro de haber bajado la basura...
Un sudor frío recorrió su espalda
convertido en profundo dolor…
Cuando abrió la cabina, la camilla
chorreaba una masa pútrida, infecta, corrupta, de la que podían aún reconocerse unos ojos cerrados y sobresalían a su alrededor a modo
de “pinchitos” metálicos un montón de agujas de acupuntura.
Fernando se apresuró, llenó una
bolsa de plástico con la masa informe y corrió con ella a cuestas escaleras abajo hasta el
contenedor de basuras más próximo sin que nadie le viese; antes que diesen las diez de la mañana
y llegase a la cita el siguiente paciente.
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