La cara de Manolito se
descompuso de pronto. Aún no se había desperezado y por un momento tuvo dudas
de si continuaba dormido, y se trataba de una horrible pesadilla lo que estaba
viviendo.
Puede que al no haberse vestido
y tener puesto aún el pijama, su sueño no hubiese advertido de que ya se había
despertado. Movió piernas y brazos y repitió en voz alta como un poseso…
¡Eh, que estoy despierto…
Despierto… Que ya me he despertado… Párate ya, sueño!!!
Su mamá se levantó asustada por
los gritos que invadieron su habitación a tan tempranas horas de la mañana. Llegó
apresurada, y se quedó observando en el hueco de la puerta que da a la cocina.
—¿Qué pasa Manuel?—preguntó desde
su posición un tanto oculta por la escasa luz que prestaba la vecina bombilla a
la oscuridad del pasillo.
—¡Le estoy diciendo al sueño que
ya estoy despierto… para que pare!
—Ah…—contestó la mamá intentando
comprender a qué venía tanta agitación de brazos y piernas, tantos gritos que
en la oscuridad sonaban multiplicados por varias veces su ya estridente sonido.
—Se lo digo mamá, pero el sueño
no me hace caso, se cree que sigo dormido…—Volvió a explicar el niño, al darse
cuenta de que su mamá no comprendía nada de nada.
—¿Pero qué pasa Manolito?
—¿No le he pedido a Papá Noel
una bicicleta?
—¡Sí, ambos escribimos la carta!
—¡Pues mira lo que me ha traído!
La mamá abrió muy grandes los
ojos con intención de ver mejor de qué se trataba. Si miraba con atención,
seguro que sabría el por qué de tanto aspaviento. Los ojos se abrieron aún más
al quedarse sorprendida e incrédula; mientras Manolito señalaba la chimenea, en
la que únicamente se encontraban rescoldos de un antiguo fuego y una bola de
plástico transparente del tamaño de un balón de futbol, adornada por uno de sus
extremos con una especie de flor de pascua sintética. En su interior parecía
flotar un timbre atornillado a una abrazadera metálica, de esas que se acoplan
al manillar de las bicicletas…
Manuel no pudo evitar que las
lágrimas acudieran a sus ojos… la inmensa pena y frustración que devoraba al
niño en ese momento, se convirtió en agua de sabor salobre, que como una
catarata después de la lluvia, se fugara de sí a través de sus ojos. No quería
llorar… Preferiría no llorar el día de navidad, pero aquello no era para menos.
—¡Vamos, Manuel… No llores… La
bola tiene un papelito colgando… ¿Lo has leído?
—¡NO LO PIENSO LEER!
—¿Te lo leo yo?...—preguntó la
mamá con la más cariñosa de sus voces, con el mayor de los cariños impreso en
su cara.
—No me lo leas mamá, ya imagino
lo que dice… Que he sido malo… O algo parecido a eso…—dijo muy seguro Manuel
sin poder parar de llorar.
La mamá cogió la inmensa bola transparente
entre sus manos, leyó el papel que venía adherido a ella por un pequeño trozo
de tira adhesiva tranlúcida, y lo leyó en voz alta:
—¡Tira del cordel!
Era lo que decía aquel escueto
mensaje.
¡Vamos Manuel, haz caso al
mensaje… Te dice que tires del cordel!
La mamá de Manuel permanecía en
cuclillas sujetando la bola, pero sin poder desplazarla, un cordel impedía su alejamiento,
era como un barco atracado a un muelle al que no se le hubiesen soltado las
amarras.
¡Acércate, Manolito, tira del
cordel!—Animó la mamá
Las cataratas de sus ojos por
fin se animaron a parar de verter agua. Se acercó Manuel, cogió el extremo de
cordel pegado al balón transparente y tiró hacia sí con suma delicadeza, poco a
poco fue emergiendo de los aparentes rescoldos un manillar plateado con un
lugar específico en el que encajaría sin lugar a dudas el timbre, al imprimir
un poco más de fuerza, fue asomando el resto de la tan esperada bicicleta.
Pegado al sillín, Papá Noel, el día de Navidad se
había dejado olvidado su gorro rojo de borlón de nieve blanca y debajo, una
especie de cartel que decía: “Para Manuel por haberse portado bien, durante
todo el año”
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