- ¿Vamos a jugar al parque, abuelo?
La tarde era preciosa llena
de luz y el tenue sol de primavera dejaba salir a aquella hora temprana sin temor
de abrasarse, y yo…
¡Aburrido en casa!
- ¿Vamos al parque? –Repetí-
Creí que abuelo no me había
oído despistado frente a la pantalla de su ordenador, escribiendo cosas que yo aún no sé leer pero, que deben ser muy importantes porque
está tan atento que no oye lo que digo y eso que grito con toda la fuerza de que
es capaz mi voz.
- ¡AbuelOOOOOO! –Grité aún más
fuerte-
Al oír
mis gritos, abuela se acercó y le dijo:
- Llévalo al parque un ratito - Susurró
abuela en un tono muchísimo más bajo que el mío.
A ella la oyó y consiguió
sacarle del ensimismamiento hipnótico que ejercía sobre él el brillo del
monitor encendido.
- ¡No lo entiendo!
- ¡No entiendo a los mayores!
Unas
veces oyen cuando les hablas bajito y otras…
No
se enteran si les gritas.
(Creo
que los mayores son muy pero que muy “raros”)
- ¡Vamos Pablo! –fue la respuesta de mi
abuelo.
Le di la mano y fuimos hacia
la puerta.
Bajé por las escaleras
dando grandes saltos.
(Tramos de escalera de tres en tres y el
último tramo salté juntas cinco escaleras.)
- ¡Te vas a lastimar!- Advirtió abuelo en
tono tranquilo y cansado. (Que creo quiere decir, “no lo hagas
más,”)
¿Cómo voy a hacerlo más si
ya he saltado todas las escaleras y estamos en el portal?).
Lo dicho…. Raros…. raros.
- ¡Manuellll! –
Grité llamando a mi amigo
para que me viera y corrí hacia él.
Le abracé para saludarlo.
Él también me saludó y me
ofreció una patata frita que sacó de un paquete de color amarillo.
La cogí y me la quedé en la
mano un rato.
No tenía hambre, así que guardé la patata en el bolsillo de
atrás de mi pantalón.
Nos sentamos en un el banco
de piedra que hay en el parque, bajo la ventana de la casa de Manuel.
Nada más tocar el banco,
oímos un “craks, craks, criks”
Me levanté de un salto y
saqué del bolsillo miles de trocitos de patata, pequeñitos, pequeñitos, parecía
por la cantidad de pedacitos que tuviera en el bolsillo un paquete entero de
patatas. Un sólo trozo se había convertido en mil trocitos diminutos que
resultaban difíciles de eliminar del fondo de mi bolsillo.
Manuel estalló en carcajadas
viendo la patata convertida en diminutos confetis de color patata frita en la palma de mi mano. Un
confeti inagotable que brotaba una y otra vez de mi bolsillo ¿Me habría
convertido en mago?
Me encogí de hombros e hice
un sonido con la boca Puffsssssssss y me
reí con Manuel con esa risa tonta llena de vergüenza que te da cuando no sabes
de qué te ríes.
Con la mano abierta, llena
de patata lancé al aire con fuerza los "confetis" que se
esparcieron volando hacia arriba, cayendo después suavemente igual que
cae la nieve sobre nuestras cabezas cuando nieva.
¡Ahora sí me reí con ganas!
¡No sé por qué a Manuel no
le hizo gracia!
¡Esto sí era
para reírse!
Manuel estaba super gracioso
con los trocitos de patata en la cabeza. Parecían pequeños bichitos amarillos
perdidos entre hierbas de color castaño oscuro, Manuel tenía el pelo muy corto
y algunos pedacitos, quedaron como pinchados por los pequeños pelitos de punta.
Dejamos de reír y nos quedamos en silencio un instante.
Entonces le oí.
Oí un chirriar de pájaro muy
agudo, (parecía como un llanto de un pequeño pajarito).
Era un llanto de ¡SocOOOrrOOooooo!!!!
Sí, estaba seguro, era un
llanto de socorro que no sabía de dónde venía.
Al instante, abuelo gritó.
- ¡Pablo, Ven! –
Fui corriendo, Manuel corrió
detrás de mí y según nos aproximábamos a abuelo, oíamos cada vez más claro el
estridente llanto.
Entre intrigado y asustado,
pregunté a abuelo.
- ¿Qué ha pasado abuelo?
- Hay un pajarito ahí, ¿lo ves? –Contestó
abuelo señalando hacia una pared.
Me esforcé en mirar a todos
lados y no conseguía ver al pajarito y….
¡Por fin lo vi!...
Era un pajarito muy pequeño
que abría su boca todo cuanto podía para dar agudos gritos de socorro.
Se encontraba suspendido en
el aire, agitando sus alas sin dejar ni un instante de chillar.
Me encogí de pena.
- Pobreeeciitooo – dije llorando –
- Pobreeeciitooo – repetí, sin poder dejar de
llorar
Pobreeeciitoo-
Pobreeeciiiiitooo
ooooo
- ¡No llores Pablo, que vamos a salvarle! –
dijo abuelo con un tono de convencimiento tal que me tranquilizó un poquito y
por un instante, dejé de llorar.
- ¡Vamos a buscar una
escalera y le salvamos! –volvió a decir abuelo con más convencimiento aún.
¡Corrí!
Corrí, y enseguida me paré
pues no sabía muy bien a dónde tenía que ir corriendo aunque sabía que debía
correr.
Rápido di la vuelta y
pregunté a abuelo
- ¿Dónde hay una escalera?-
- Vamos a buscarla ahora.
- ¡Espérame! – Respondió abuelo-
- ¡Espera! – Repitió otra vez abuelo con
ese tono cansado que utiliza cuando repite algo más de una vez.
Manuel me seguía sin decir
palabra.
Corría cuando yo corría.
Lloraba cuando yo lloraba y
paraba cuando yo paraba.
Manuel se mantenía expectante ante la conversación que manteníamos abuelo
y yo, y nervioso porque igual que yo, también quería salvar a aquél pobre pajarito.
Esperé a abuelo aunque no
podía estarme quieto.
Se
me hizo una eternidad esperar.
El pajarito lloraba y había
que hacer algo con urgencia.
Yo sabía que no podía
esperar.
Entramos en una tienda que
hace esquina y abuelo preguntó al tendero.
- ¿Tienes una escalera?
- Hay un pajarillo ahí que se ha quedado enganchado en algo y tenemos que ayudarle. -Dijo al
tendero- mientras éste entraba en el almacén y salía después con una escalera
de tres peldaños.
Salimos con la escalera a
toda prisa, la colocamos contra la
pared, debajo de una caja de empalmes llena de cables eléctricos que la mamá
del pajarito había elegido para hacerla su casa y tener allí sus crías al abrigo
del viento, el frío y la lluvia.
De allí pendía el pobre
pajarito.
Que penita me daba verle ahí
flotando en el aire boca arriba con una patita extendida y pataleando con la
otra, llorando sin parar como lloran los pajaritos.
Nunca había oído llorar a un
pajarito, ni sabía que pudieran hacerlo, siempre que veo un pájaro está
cantando alegre y feliz pero éste está llorando.
¡Que lastimita de él!
La caja de empalmes estaba
más alta de lo que parecía y abuelo tuvo que estirarse mucho para llegar a
ella.
El pajarito estaba pendiendo
de un hilo de coser en el que se había enredado una
de sus patitas.
Abuelo se estiró todo cuanto
pudo, cortó el hilo y por fin lo rescató.
El pajarito dejó de
gritar.
Ya
no lloraba ni pataleaba.
Temblaba
callado por el miedo que había pasado pero ahora se sentía aliviado.
Sentí el alivio del
pobrecillo cuando le ofrecí la palma de mi mano y se acurrucó en ella relajado,
cansado, agotado y tranquilo.
Puse mi otra mano sobre el
pajarito acurrucado, formando con las dos manos una cueva para cubrirle,
haciendo de mi mano derecha una mantita para darle calor y protegerle.
Él se sintió seguro conmigo
y me lo agradeció quedándose muy quietecito y dormido.
Me sentí muy estremecido,
como un encogimiento del corazón y un erizar de pelillos de pura emoción feliz,
contento y aliviado de poder salvarle.
Ya no podía pasarle
nada.
Me tenía a mí para cuidar de
él y se lo dije:
Le dije:
-Pajarito,
¡verás lo bien que vas a estar a partir de hoy!
- ¡Voy a cuidar de ti y te voy a llamar
Bruma.
- ¿Te gusta Bruma? -Le pregunté-
- ¿Te gusta a ti
abuelo?
- ¡Voy a ser tu amigo para
siempre!- Le aseguré-
- ¡Para siempre! - Repetí-
- ¿Para siempre es mucho,
verdad abuelo? –Pregunté para estar seguro de que lo que le ofrecía al pajarito
era para siempre.
¡Siempre!!!