Nada
más abrir la puerta, noté un extraño tufo.
Llegué de
mis vacaciones cansado y deprimido, como se llega al final de algo que se acaba, al
final de algo inmensamente bueno.
Intenté
seguir el olor como lo haría un experto sabueso, aunque la verdad, estaba
difícil. La casa había estado un mes cerrada a cal y canto y la pestilencia inundaba cada rincón con igual intensidad.
Decidí
entrar en la cocina, quizá se me habían olvidado restos de desperdicios en el
cubo de la basura…
No, la
cocina olía igual que el hall de entrada.
Entré
en el dormitorio y… Tampoco. No provenía de allí la pestilencia.
La
salita de estar…. El salón….
Me
quedaba únicamente la terraza… ¡No! De ahí no procedía el olor.
No
podía aguantar las ganas de micción y corrí hacia el cuarto de baño.
Encendí
la luz.
¡No
podía creer lo que estaba viendo!
Un
extrañísimo árbol o planta brotaba del centro de la taza del wáter, levantando
por sí misma la tapa para abrirse paso hacia el exterior. Una planta sin apenas
color pero cargada de frutos de nauseabunda fetidez…
(Del susto, me oriné encima)
(Del susto, me oriné encima)
Recordé
entonces lo ocurrido hacía un mes…
Recuerdo
que entré al cuarto de baño…
¡Una urgencia!
Llevaba
en la mano una fruta que comí mientras daba rienda suelta a mi acuciante
necesidad…
Recuerdo
haber terminado la fruta y tirar al wc su hueso.
¡Jamás
hubiese pensado que se pudiera mezclar el ADN de un desecho corporal, con un ADN frutal!
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