El nombre de la rosa, Umberto Eco.
Me desperté cuando estaba por sonar la hora de la cena. Me sentía atontado por el sueño, porque el sueño diurno es como el pecado carnal: cuanto más dura mayor es el deseo que se siente de él, pero la sensación que se tiene no es de felicidad, sino una mezcla de hartazgo y de insatisfacción.
Supongo que me despertó el hambre, o el desánimo del mal
dormir rodeado por estridencias de vida, en mi derredor.
Me levanté más cansado que antes de dormirme, y un dolor de
cabeza llenaba de espantosos latidos mis sienes.
Hube de usar un analgésico
para poder proseguir mis compromisos nocturnos.
Tomé por cena, un trozo de empanada que
encontré como único elemento comestible dentro del frigorífico, sin pararme a
pensar cuántos días llevaría allí metido. Tras pasear bocado a bocado, aquél trozo rectangular de masa horneada y cebolla por mi boca, no fui capaz de encontrar más ingredientes que la ya mencionada CEBOLLA.
Después de la apresurada comida salí camino de mi lugar de trabajo, sin reparar en el dolor de
cabeza que se había reído del analgésico, para continuar latiendo álgido y fuerte en mi
ojo y sien izquierdos.
Hacía un rato que esperaban mi llegada y fui recibido con vítores y aplausos.
Ante mí, apiñados, adheridos al palco de música, cientos de
espectadores me aclamaban; la música sonaba estrepitosa para martirio de mi
cabeza, de mi ojo y de mi sien.
Un muchacho rubio vestido con una cazadora marrón, se había apostado
en la esquina izquierda de la musical plataforma, haciendo caso omiso a mí. Masticaba un sándwich de
cebolla caramelizada.
Haciendo un extremado esfuerzo, comencé mi interpretación, y
tras las primeras notas…
El olor de la cebolla llegó a mi nariz, colándose presuroso. Mi cerebro lo interpretó de inmediato y… Cebolla
fue lo que esparcí, sobre mis fans, sobre las cabezas de hombres y
mujeres que allí se agolpaban para escucharme cantar, y que presos de histeria colectiva, recogían del suelo el
recuerdo propulsado de mi boca, como niños ante una cabalgata de Reyes.
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